Sé que vuelvo con un post muy triste y sentimentaloide (si estáis bajos de ánimos, no sigais leyendo). Pero lo tenía atascado en la garganta y no me salía escribir nada más. Supongo que necesitaba soltarlo para poder seguir con otras cosas. Perdón por la tristeza.
- Misia, ¿qué vas a hacer con el ramo? - me preguntó una invitada a mi boda, mirándolo con ojos golosos - ¿lo vas a lanzar?
- El ramo ya tiene dueña – y sonreí. Pero creo que me salió una sonrisa muy triste.
Porque mi ramo tenía dueña y una historia un poco triste detrás. Hace mucho tiempo, unos quince años atrás, hice una promesa a alguien, que se materializó en ese ramo.
El día que cumplí diecisiete años llegué a Madrid para estudiar COU y la carrera. Los dos primeros años viví en casa de mis abuelos maternos. El primer año fue duro: tuve que acostumbrarme a una nueva ciudad, a un nuevo instituto y a la universidad, habituarme a estar separada de mis padres, de Hermano y de mis amigos y, además, hacer nuevas amistades (cosa que era un triunfo, porque yo era muy tímida). Ese año fue duro, además, porque comprobé como las “grandes” amistades que dejé en Palma se diluían y que sus promesas de escribirme y mantenernos en contacto se olvidaban con el pasar de las semanas (todas... nooo, ¿verdad, Quelitas?). Ese año me sentí muy sola.
Lo mejor de ese año fue vivir con mis abuelos. Puede que fuera una cría de diecisiete años rara, pero me gustaba estar con ellos y no fue difícil convivir. Desde pequeña pasabamos juntos largas temporadas en Palma o en Madrid y les adoraba. Como no conocía prácticamente a nadie en Madrid, pasaba mucho tiempo en casa con ellos. Ese año hablé horas y horas con mi abuela E. Ella era una mujer increíble, una de las mejores personas que he conocido: fuerte, noble, risueña, cariñosa. Cuanto más la conocía más la admiraba y más quería parecerme a ella.
Nos reíamos mucho juntas y fuimos estableciendo algunas costumbres: veíamos la telenovela después de comer, iba enseñándome a cocinar y por las tardes escuchábamos juntas la radio, mientras yo leía y ella cosía o hacía ganchillo. Porque durante ese año y el siguiente, mi abuela fue haciéndome el ajuar: unas toallas con puntillas de ganchillo, una colcha, unos pañitos... Era estupenda con la costura (fue su profesión de jovencita) y tenía unas manos maravillosas. Un día, mientras ella cosía y yo vagueaba en el sofá, estuvimos viendo por la tele la boda de la infanta Elena. No recuerdo bien si la dichosa infanta fue a ofrecerle el ramo a la virgen o a su abuela, pero la mía se quedó callada y me dijo:
- Hija, qué bonito, que se acuerda de su abuela el día de su boda y le lleva las flores.
Yo me quedé callada y al par de minutos le dije:
- Abuela, si alguna vez me caso, mi ramo será para ti.
Y ahí se quedó la cosa. No sé si ella se acordaría de aquello, porque no lo volvimos a mencionar, pero a mí se me quedó grabado.
El siguiente año iba camino de ser igual al primero, pero con un cambio: ¡mi primer año en la Universidad! Ese era la novedad esperada, pero hubo una realmente imprevista: el cáncer entró en los pulmones de mi abuela y lo cambió todo. Trastocó nuestras rutinas y, donde el año anterior había charlas en la cocina, siestas en el sofá o partidas de cinquillo por las tardes, ese año sólo hubo ingresos hospitalarios, radioterapia, ambulancias y síntomas horribles. Y mucho dolor. Lo peor eran las noches. Mi abuela se levantaba, desvelada por aquella tos horrible, y se sentaba en un sillón del salón. Yo la escuchaba toser desde la habitación, acostada en la cama. Y así pasábamos las noches despiertas, ella con los pulmones destrozados y yo con el corazón encogido.
En el comienzo de mi segundo curso de la universidad, después de un año y pico de dolor y mala vida, mi abuela murió. Yo empecé a vivir sola y continuó mi vida. Pero mucho más sola.
Por eso, mi ramo de novia tenía dueña. Siempre tuve presentee esa conversación. Elegí rosas blancas, que nos gustaban mucho a las dos. Y me acordé de ella cada vez que miré el ramo, así que estuvo presente de alguna forma en mi boda.
Al día siguiente de la boda, el domingo, volvimos mi marido y yo (suena rarísimo) de la Ciudad Lluviosa y sin pasar por casa pasamos por el cementerio en el que está enterrada mi abuela. Llegamos justos, una hora antes de que cerraran. Cuando llegamos preguntamos al guardia de seguridad dónde podríamos encontrar un panel de información o alguien que atendiera:
- Lo siento, hoy es domingo. Nadie informará hasta mañana.
- Pero ¿no hay un panel por fecha de enterramiento ni nada?
- Qué va, está todo desordenado. Como la gente se entierra, se desentierra, se ponen por calles salteadas... si no tiene el número de calle y de zona, olvídese. Es un laberinto. Entren a probar, pero cerramos en cincuenta minutos.
Se me cayó el alma a los pies. Al día siguiente salíamos de viaje muy temprano y no podíamos ir. Me encontré en ese cementerio, inmenso, sin tener ni idea de dónde estaba enterrada mi abuela, con el ramo de novia en la mano y rodeada de miles de tumbas, distribuidas en inmensas calles y feísimos bloques. Hacía años que no había estado ahí y, aunque me acordaba de detalles aislados, no sabía concretamente dónde estaba la tumba. Llamé a mi madre, a mi tío, a mi tía y a todo el que pudiera acordarse de un dato concreto. Nada: todas las referencias estaban apuntadas en sus casas, a kilómetros de distancia de donde estaban.
Era imposible encontrarla, pero hicimos un intento. Acompañada por mi Anómalo, fui recorriendo una interminable sucesión de lápidas, buscando una fecha y un nombre entre miles de ellos. Me fui desesperando y acabé corriendo con mi ramo en la mano en ese escenario triste, mientras los lagrimones se me caían y apenas podía leer los nombres en las tumbas. Sí, lo sé: una escena patética. Y a la vez flagelándome mentalmente: ¡cómo pude no ir antes a localizar la tumba de nuevo! ¡cómo podía estar fallándole a mi abuela de esa manera!
Nuestros cincuenta minutos acabaron y tuvimos que salir del cementerio, aún con el ramo, sin haber cumplido mi promesa y llena de tristeza y remordimientos. Mi padre me llamó para decirme que me quedara tranquila, que ellos llevaban el ramo... pero no era lo mismo. Para mí no era lo mismo.
He intentado consolarme: me digo que en esa tumba no hay más que unos cuantos huesos y unas maderas podridas, que mi abuela no es eso. Que mis padres llevaron el ramo y acabaron cumpliendo mi promesa. Que total, el ramo no se lo di a nadie y lo reservé para ella. Pero... cuando lo pienso se me pone un nudo en la garganta que no se me va ni con todos los razonamientos del mundo.