La tía Amparico vivía en un pueblo del levante español. El día que cumplió ochenta años decidió que era el momento de prepararse. Fue a la ciudad más cercana y encargó su traje de amortajar, un vestido negro y sencillo. Estaría listo en unos días.
A la semana siguiente, fue a su peluquería de toda la vida:
- Antoñita, ponme guapa para hoy. También te voy a pedir algo más: el día en que me muera, quiero que vengas a casa y me peines antes de que me metan en el ataúd. Ponme guapa también ese día. Y te digo una cosa: si no lo haces, me apareceré a ti y a tu familia.
Después de que la pobre Antoñita le arreglara el pelo, la tía Amparico se fue a la ciudad. Recogió el vestido, se lo puso y se fue al mejor fotógrafo del lugar:
- Quiero que me haga una foto en la que salga guapa. Es para ponerla en el cementerio y para que la gente, cuando pase por allí, pueda decir: "mira que guapa estaba la tía Amparico".
Después volvió al pueblo, se quitó el vestido y lo colgó en una percha. Ese traje no se descolgaría de allí hasta el día de su muerte.
En las siguientes semanas, la tía Amparico inició su particular periplo por el pueblo. Primero fue a casa de Octavio, el albañil:
- Octavio, cuando me muera tienes que cerrar tú el hueco de mi tumba y colocar la lápida. Si no lo haces, vendré del otro lado y me apareceré, y no te dejaré en paz por no haber cerrado mi tumba personalmente.
También fue a casa de Joaquinín, el de los muebles:
- Joaquinín, vengo a pedirte que lleves mi ataúd a hombros hasta el cementerio. Si no lo haces, ten en cuenta que volveré y me tendrás en tus sueños después de muerta.
Y así fue visitando a muchos de los habitantes del pueblo, encargando flores, misas, cantos, portes y todo lo que un entierro como Dios manda requería.
El día en que Amparico murió, todo el pueblo estuvo revolucionado. Cuentan que una de las que llegó primero a la casa de la tía Amparico fue Antoñita, la peluquera, que dejó a una clienta a medio peinar para salir disparada hasta la casa en cuanto se enteró de la noticia. Ella fue la primera, pero ninguno de los citados faltó a su deber impuesto por la tía Amparico. Y es que vértelas con Amparico, una mujer de carácter, enjuta, severa y un poco malhumorada no era fácil, pero vérselas con su fantasma ya quedaba más allá de cualquier aguante humano.
Hace más de treinta años de todo aquello y aún hoy Amparico sigue mirando a los que pasan por el cementerio desde su foto, en la que aparece con su traje negro, con los huesos de los pómulos marcados y angulosos, con sus pequeños ojos duros tras sus grandes gafas de concha y con un rictus serio.
La tía Amparico era mi bisabuela. A veces me da un poco de miedo pensar que compartimos unos cuantos genes, porque, quien sabe, quizás la herencia familiar salga dentro de unos años a flote y me encuentre amenazando a mis descendientes con aparecerme tras la muerte si me dejan en una residencia.