Ayer estuve quitando la ropa de invierno del armario y sacando la de verano. Una tarea cansina, aunque siempre depara alguna sorpresa agradable: esa falda de la que no te acordabas, la camiseta de invierno que pensabas que habías perdido y que estaba ahí, con toda la ropa de verano. Me harté de colocar vestidos y más vestidos en las perchas del armario, de repente fui consciente de que tenía muchos y buscando una manera más de procrastinar, los conté.
Resultado: tengo ¡27! vestidos (sólo contando los de verano, no los de invierno ni los de entretiempo y sin contar tampoco los de fiesta). Me quedé un poco alucinada, porque me parecen... bastantes. Es decir, si me los pusiera todos por igual me podría poner unas cuatro veces cada vestido en la temporada y poco más.
No lo puedo negar: me encantan los vestidos, son mi prenda de vestir favorita. Me veo guapa cuando llevo un vestido que me gusta y me favorece y los hay de tantas formas, colores y estampados que nunca me aburro. En los dos últimos meses me he comprado cuatro: dos del tipo principio de los años 60, con faldas de mucho vuelo y dos de flores. No lo puedo evitar, cada vez que entro en algún sitio de ropa de internet o en cualquier tienda, los ojos se me van a los vestidos, sin remedio.
Yo voy a rachas en mis obsesiones. En una época me dio por los pendientes. Llegué a atesorar (si vale esa palabra para la bisutería barata) cuarenta y cinco pares. En otra época me dio por el maquillaje. Primero por los pintalabios: no salía de casa bajo ningún concepto sin maquillarme los labios. Después se me pasó y me dio por las sombras de ojos.
También me ha dado por determinados colores según las épocas de mi vida: a mis dieciocho años vestía exclusivamente de negro (o gris marengo, en un exceso de explosión de color). A los veintipocos me entró la vena del azul y parecía permanentemente una gotilla de agua. Últimamente me ha dado por la gama de los rosas y granates (aunque al menos ya la época de la monocromía se me pasó, porque si fuera siempre de rosa parecería un ser más cursi de lo que ya soy).
En fin, que ahí tengo mis 27 vestidos colgados. ¿Es un exceso? ¿Cuándo me convertí en una obsesa? ¿tiene esto remedio? mi parte racional me dice que no necesito más vestidos. Pero, sinceramente, ¿seré capaz de resistirme si, por casualidad, veo alguno en una tienda que me enamore y no llevármelo a casa? ¡¡¡pues quizás sí!!!
...emmm...
... bueno...
Jo.
Prometo, al menos, intentar no llegar a la treintena. Más me vale, por el bien de mi bolsillo y por mi supervivencia: es posible que mi armario explote y acabe ahogada entre telas de vestidos.
Resultado: tengo ¡27! vestidos (sólo contando los de verano, no los de invierno ni los de entretiempo y sin contar tampoco los de fiesta). Me quedé un poco alucinada, porque me parecen... bastantes. Es decir, si me los pusiera todos por igual me podría poner unas cuatro veces cada vestido en la temporada y poco más.
No lo puedo negar: me encantan los vestidos, son mi prenda de vestir favorita. Me veo guapa cuando llevo un vestido que me gusta y me favorece y los hay de tantas formas, colores y estampados que nunca me aburro. En los dos últimos meses me he comprado cuatro: dos del tipo principio de los años 60, con faldas de mucho vuelo y dos de flores. No lo puedo evitar, cada vez que entro en algún sitio de ropa de internet o en cualquier tienda, los ojos se me van a los vestidos, sin remedio.
Yo voy a rachas en mis obsesiones. En una época me dio por los pendientes. Llegué a atesorar (si vale esa palabra para la bisutería barata) cuarenta y cinco pares. En otra época me dio por el maquillaje. Primero por los pintalabios: no salía de casa bajo ningún concepto sin maquillarme los labios. Después se me pasó y me dio por las sombras de ojos.
También me ha dado por determinados colores según las épocas de mi vida: a mis dieciocho años vestía exclusivamente de negro (o gris marengo, en un exceso de explosión de color). A los veintipocos me entró la vena del azul y parecía permanentemente una gotilla de agua. Últimamente me ha dado por la gama de los rosas y granates (aunque al menos ya la época de la monocromía se me pasó, porque si fuera siempre de rosa parecería un ser más cursi de lo que ya soy).
En fin, que ahí tengo mis 27 vestidos colgados. ¿Es un exceso? ¿Cuándo me convertí en una obsesa? ¿tiene esto remedio? mi parte racional me dice que no necesito más vestidos. Pero, sinceramente, ¿seré capaz de resistirme si, por casualidad, veo alguno en una tienda que me enamore y no llevármelo a casa? ¡¡¡pues quizás sí!!!
...emmm...
... bueno...
Jo.
Prometo, al menos, intentar no llegar a la treintena. Más me vale, por el bien de mi bolsillo y por mi supervivencia: es posible que mi armario explote y acabe ahogada entre telas de vestidos.